La nave del profeta


Napoleón Cruz

Hace tres días que me agobia en demasía despertar. Un sueño tras otro. Después de la tempestad, viene la calma, atiborrada de todas sus bondades. ¡Qué bello si fuese verdad! Una nave; luego otra; la última no llegará. Provista de aquellos mensajes destinados a los bienaventurados, la nave ausente es la que no me deja despertar. ¿Estás ahí, Rebeca?

He despertado. Al dirigirme al puerto, sitio que corrobora las nimiedades que configuran nuestra realidad, veo, con cierto dejo de tristeza, que él –o ella, ya no lo sé– no ha llegado. Sin embargo, su nave hace mucho tiempo que se encuentra varada cerca, muy cerca… Tengo demasiado miedo de que exista el medio, pero no el mensaje. ¿Existirá, efectivamente, el mensajero? Entonces debe cargar con la culpa de la noticia, del dolor, de la ira, de la tristeza.

Ambos estuvimos donde siempre quisimos estar, ¿recuerdas, Rebeca? Era el espacio solemne de los dos, el paraje exclusivo de nuestras miradas y de nuestros secretos. Sobre el pequeño montículo de arena tan fina, tan suave, tan quieta, moldeábamos nuestros más recónditos secretos, o bienescribíamos frases sencillas, si no pueriles, que plasmaban anhelos individuales, a veces colectivos. Tú escribiste algo incomprensible, como un designio divino; yo, mundano, enamorado, escribí tu nombre en la arena.

Sí; un mensaje profundamente escondido en el centro de esa arena mutua era, irremediablemente, el elemento primordial de aquel profeta. Quizá ya no nos pertenecía, frágil Rebeca; se perdió junto con nuestra esperanza. No. Alguien lo robó. ¿Acaso tú? ¿Tal vez yo? ¿El profeta, dices? ¡Mientes! Él –o ella, como me has hecho creer–  trae la buena nueva, la palabra que se vuelve verbo y que nos impele a ser, más que dos, uno en el otro.

Mírame, Rebeca, y dime: ¿aún no recibes el mensaje? Es claro, brillante diría yo; radiante como la luz que emana del sol, de tus ojos. Creo, en todo caso, que no distingues entre el mensajero y el mensaje. ¿La nave? ¿Cómo prestas más atención a eso? Espera… Veo algo; sí, algo que me obliga a contemplar… ¡Es la luz! ¡El mensaje! Ahora podemos proseguir con nuestra obra inconclusa. Encárgate de la base –el pilar, el cuerpo–; yo atenderé la parte alta –la punta, el alma–, la que recibe la luz, la que consume tu mirada.

Parece que el tiempo no transcurre en este pequeño cuadro. No obstante, tenemos lo necesario: te tengo, me tienes, poseemos la arena, aprovechamos la luz, usamos las herramientas propias del sino. Cuando me miras y te miro, siento que me desafías, como esa luz diurna que se me antoja infinita, cándida. Los rayos del sol se vuelven opacos, el aire se torna tibio, tú te vuelves tan indiferente, y yo…
Tomaste una de las herramientas que usamos para construir nuestro destino y empiezas a desmoronar los cimientos de la felicidad. Cavas en la base del castillo de arena, mientras que yo solamente observo tu desdicha y la ruptura de la unidad humana. Alegas que ése es el mensaje; no te entiendo. Antes, breves instantes atrás, dijiste que preferías la nave, el vehículo, porque gracias a él accederíamos a la complejidad del ser unívoco. Ahora optas por el mensaje. ¿Por qué? No llores; ha sido tu decisión y debes asumirla como tal. No dudes que acataré tu resolución.

“No te vayas, Rebeca, por favor”– dije. ¿No te acongojas por mi dolor? Si la respuesta que me des es negativa, te pediré que te vayas. La nave del profeta abre un espacio para aquellos que deseen una vida mejor; eso es verdad. Ya no podré darte lo que deseabas. Perdóname. Te vas como luz porque eres luz; no, eres más que luz: eres luz pura, aire tibio, duna suave, mujer perfecta. Yo me quedaré aquí, en este cuadro, como el chiquillo que desobedece a su madre y se refugia en sus actividades infantiles. Continuaré construyendo una mejor vida para ti y para mí, aunque ya no estés.

Se ha ido. Rebeca y lo que habíamos planeado se han retirado. Las tres se han marchado. El sol no logra ocultarse. ¿Cuánto tiempo llevo jugando a ser hombre? Desconozco el tiempo como desconozco los motivos de una despedida postergada durante años. A pesar de todo, el día continúa en un estadio diurno, el aire se mantiene tibio; lo único que ha cambiado es mi situación. Yo, solo, con mis juegos y mis anhelos, y con esa luz que se ha llevado no sólo a Rebeca, sino también mi humanidad, mi voluntad, permanezco postrado ante la sombra que refleja mi triste corporeidad.

Dunas conspicuas que no terminan por convencerme; nadie las ve. Estoy solo en este vacuo cuadrado, como un huérfano que ha perdido la fe en su inspiración y sus deseos. La fe en ti, Rebeca; la fe en mí, madre. No dejo de construir montañas de arena para luego, con mis propias manos, demolerlas. La arena es tan suave, tan fina, tan opaca; el aire sutilmente tibio rememora tus palabras; el sol sigue sin ocultarse. Tú, Rebeca, te has marchado y yo espero, probablemente en vano, una nave que me lleve lejos de aquí. Inútil es seguir buscando tu nombre –también nombre del profeta– en la arena.

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